Tuesday, February 26, 2013

Viajeros

Cuando llegó el tren el vagón estaba atestado; un vistazo rápido al resto de vagones bastó para comprobar que estaban en la misma situación así que, a regañadientes, decidió subirse mediante empujones al que tenía enfrente.

Su interior era aun peor de lo que temía; estaban tan hacinados que era casi imposible respirar, en parte por falta de espacio, en parte por el sofocante calor corporal y en parte porque los ya de por si preocupantes olores corporales de sus compañeros de viaje parecían exacerbarse en ausencia de ningún tipo de espacio personal. Se consoló pensando que al menos se posaría mucho mas lejos que los demás así que tendría espacio de sobra en unas pocas paradas mas.

Sabía que eran inevitables esas aglomeraciones, al fin y al cabo se había montado en el centro, en una de esas estaciones por las que todo el mundo pasaba les gustase o no, pero era imposible no fantasear con una linea paralela desprovista de tumultos y solo accesible para unos pocos. Y sí -¿que duda cabía?- en ese caso él sería uno de los que tendrían acceso a esa exclusividad. Al fin y al cabo él no era cómo los demás.

Mientras reflexionaba sobre el tema llegó a otra parada, donde aún mas gente intentó entrar pese al muro de carne que conformaba el vehículo. ¿No se daban cuenta de lo incómodos que ya estaban? ¿Tanta prisa tenían por montarse que estaban dispuestos a ser aplastados? La insensatez de la gente le fascinaría de no ser por lo molesta que le resultaba.

Encasquetado entre tres, quizás cuatro, personas no podía hacer otra cosa que mirar arriba. Se sentía francamente incómodo cuando su mirada se cruzaba con la de uno de sus compañeros de metro cuadrado por lo que había aprendido a evitar esas situaciones manteniendo su mirada fija en uno de las múltiples manchas de suciedad que adornaban el techo. Además, le resultaba mucho mas fácil disimular su irritación por tener que soportar semejante tratamiento cuando no veía a nadie directamente.

Los viajeros se fueron bajando en parejas, o en pequeños grupos o, en ocasiones, de forma solitaria. El vagón finalmente estaba lo bastante despejado como para que durante unos segundos quedasen asientos libres y enseguida localizó uno cerca suyo. Se planteó durante un breve segundo no sentarse en caso de que alguna anciana se montase en la siguiente parada pero se dijo a sí mismo que si no cedía su asiento ya lo haría algún otro, después de todo no tenía por qué responsabilizarse de alguien que no le concernía. Dejando esos pensamientos a un lado tomó asiento y finalmente pudo dedicarse a su actividad favorita, observar disimuladamente al resto de viajeros.

Enfrente suyo se encontraban un par de señoras en todos los sentidos de la palabra; con el característico pelo a lo afro, estropajoso y quemado por el tinte rubio platino, sendos abrigos de pseudobisón, sendas gafas de sol en pleno invierno y sendos bolsos-saco imitaciones de mercadillo. Hablaban de personas que él no conocía y temas que no le interesaban a un volumen que no soportaba. No podía imaginarse siendo capaz de establecer conversación con ellas mas allá de la mas pura banalidad climática.

A su lado se sentó una mujer aparentemente inmigrante, sudamericana en apariencia y en ademán suplicante. Tenía los ojos llorosos, especialmente el derecho, cuya bolsa parecía haber perdido toda elasticidad dejando a la vista la cornea inferior. Cuando la mujer volvió hacia él su mirada disimuló un insistente interés en el paisaje de hormigón mas allá de la ventana; lo último que quería era que considerase su curiosidad una invitación a contarle sus penas. Eran tiempos difíciles, ¿pero acaso no lo eran para todos?

Sentado junto a él se hallaba un chaval indeterminadamente adolescente. A partir de cierta edad la juventud ajena era un concepto que se difuminaba. Se percató, no por primera vez, de cuan diferentes vestían los chavales de esa edad, quienes podían llevar tantas combinaciones de marrones, negros o grises como sus mayores pero siempre acompañadas de un llamativo elemento de color; la vida aún no les había enseñado que el anonimato era una virtud y la unicidad no yacía en la ropa. Sin duda ese chico no sabía nada de la vida y sería tan descerebrado como lo era él a su edad si no mas. No pudo evitar compadecerle.

Cuanto quedaba para su parada? El trayecto parecía ser eterno pero no quiso arriesgarse a perder su asiento al levantarse para mirar el mapa. En momentos como esos echaba de menos no llevar un libro pero hacía tiempo que tenía la sensación de que no quedaba ninguno que tuviese nada que enseñarle ni nada interesante que contarle.

Una parada mas y el tren dejó de nuevo atrás mas viajeros de los que cogió. Para su regocijo cada vez eran menos en el vagón. Pronto se libraría de tanta cháchara intrascendente y apenas quedaría mas que el runruneo del tren.

A su derecha quedó un asiento libre hasta que pasado un instante fue ocupado por una mujer de su edad. Un breve vistazo sirvió para ver que no era ni particularmente atractiva ni particularmente fea ni vestía nada llamativo ni tenía ninguna característica recordable; no había nada en ella que llamase de ninguna manera la atención y de alguna manera eso le hizo despreciarla al instante pese a la fugaz sonrisa que ella le dedicó. Una oveja mas, se dijo, más ruido de fondo en un mundo ya de por sí demasiado ruidoso. No devolvió la sonrisa.

Sin embargo al otro lado del vagón había otra mujer que llevaba tiempo llamándole la atención y a la que había dedicado repetidos y rápidos repasos desde que se había subido. De pie contra la puerta, llevaba puestos unos auriculares y miraba distraídamente al exterior. No sabría definir qué es lo que le atraía de ella pero se imaginó levantándose y dándole conversación, dejándola deslumbrada con su ingenio e inteligencia. Aún estaba manteniendo su imaginaria charla cuando se posó del vagón. No importa, pensó, seguro que en cuanto abriese la boca me resultaría tan vacua como el resto de la gente. Y sólo una pequeña punzada en su interior sobre la que no habría cabido ni un sólo ángel bailando se cuestionó si no se había atrevido a hablarle porque no se sentía a su altura, pero desapareció ante la inamovible certeza de que nunca encontraría a nadie que fuese capaz de entenderlo y apreciarlo como se merecía, y mucho menos a través de un encuentro casual en un tren.

En la otra punta había un hombre leyendo el periódico. No se molestó en intentar leer los titulares, no sólo porque estaba demasiado lejos sino porque hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que el mundo era como era y no había nada que pudiese hacer para que girase a un lado u otro ni mucho menos para conseguir detenerlo. ¿Para que preocuparse por cosas sobre las que no tenía control alguno? Curiosamente el hombre guardaba un cierto parecido con él, aparentemente de su misma edad y con similar vestimenta, a simple vista y desde la distancia sería difícil diferenciarlos. Por supuesto, sólo a simple vista, pues el hombre se removía intranquilo de forma esporádica mientras leía, un claro signo de inmadurez. Sólo a simple vista porque sabía que entre lo que ambos pudiesen aportar al mundo había un abismo de distancia y ni se cuestionó en que lado del abismo estaba cada uno.

Empezaba a aburrirse de observar a la gente cuando el vagón se vació otro poco mas y se llenó un poco menos. Se puso a mirar el paisaje sin verlo y a escuchar el murmullo general sin oírlo; tan solo eran un lienzo en el que pintar sus pensamientos, tan y tan necesarios, irrepetibles e importantes.

En varias ocasiones alguien intentó entablar conversación con él y en varias ocasiones desdeñó el intento por superficial. En varias ocasiones ganó discusiones pasadas, preparó conversaciones que no tendría en el futuro y simuló las que podría tener en el presente. En varias ocasiones el paisaje cambió pero no para él.

Entonces se dio cuenta de que el ruido no mecánico había cesado, de que no quedaba nadie en el vagón y de que su parada estaba cerca; pensó en todas las oportunidades que había tenido para preguntarle a esa chica morena acerca del libro que estaba leyendo, en cuantas ganas tuvo de consolar a aquella anciana tan sola que ni se atrevía a ocupar todo su asiento y en que su parada estaba cerca; se acordó de aquellos que habían bajado en grupo entre risas, de aquellos que habían bajado en pareja con miradas cómplices y de que para aquellos que se bajaban solos su parada siempre estaba cerca.

Y finalmente, ni muy pronto ni muy tarde, sin estridencias ni ovaciones, y en la mas absoluta e insólita normalidad, llegó su parada.

2 comments:

  1. Entré rápido en el vagón de la L6, hacía frío y fuera diluviaba. Quería llegar cuanto antes de mi hotel sin que nadie se fijase en mi pequeña bolsa de viaje. No es que sea aprensiva pero las autoridades advierten que las personas que parecemos turistas somos el objetivo de los numerosos carteristas que pueblan en metro en esta zona. Además dar charlas a gente que no conozco me pone irremediablemente nerviosa y ése era el objeto de una intempestiva visita a esta dichosa ciudad que tanto detesto.

    Nada más cerrarse las puertas a mis espaldas la vi. Ella miraba al vacío con los ojos inundados en lágrimas. Otro viajero me apartó bruscamente pues me había quedado parada en mitad del pasillo. No estoy muy segura de cómo o por qué estaba viéndola pero allí estaba: derrengada sobre un asiento ajena a la gente que la rodeaba. No me hacía falta mirarla tanto para poder describirla a la perfección: llevaba una estrambótica faldita hecha de tul negro rematada con ridículas puntillas del mismo color, medias de rayas fucsia y negro y una cazadora a juego llena de cremalleras por todas partes. Sobre la oscura melena rizada una diadema plateada que descansaba sobre sus orejas cubriéndolas casi por completo de la cual surgía un sinuoso cable que la unía a un discman a juego. Era imposible que pudiera oír lo que escuchaba desde donde estaba pero una a una, las notas de la canción se deslizaron en mi cerebro al tiempo que dos lágrimas resbalaron por el rostro de la muchacha que miraba estrábica una esquina del vagón.

    Yo seguía paralizada contemplando la anomalía temporal. Y no me di cuenta de lo que iba a hacer, sus labios se movieron lentamente mientras en metro entraba en un oscuro túnel: P'h'glui mglw'nafh...

    Cuando la luz volvió toda la gente me miraba, por lo visto alguien había gritado: "Lo que no está muerto, puede yacer eternamente y en los eones venideros hasta la muerte puede morir", yo.

    Ni rastro de la muchacha. Miré al suelo avergonzada y comprobé con horror que mis medias de rayas fucsias y negras se habían roto.

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  2. La verdad es que los viajes en el metro-tren dan para esto y más. incluidos las paradas en las estaciones de servicio. Bonito relato...

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